“ Y
todo por unos colores Javier, los
políticos no deberían involucrar a los colores con los partidos políticos. Si
ellos supieran lo que verdaderamente significan…"
Aquella frase quedó en mi cabeza desde
que mi abuelita la dijo por primera vez esa tarde de septiembre. Tras haberme
contado las historias de cómo mi tatarabuelo tenía que escaparse por un
matorral y treparse en los árboles de corozo que había detrás de su casa, para
que no se lo llevaran los “godos”[1].
Al tiempo que su prima pasaba por una crisis amorosa juvenil, cuando su novio
amenazaba con tumbarse sobre los rieles del tren del Café Madrid, si mi tatarabuelo
no aceptaba su amor, a pesar de que sus pañuelos fueran de diferentes colores. Pero antes de empezar a hablar de las odiseas de la familia de mi abuela, vale la pena retroceder el casete de la historia de Colombia, para entender la pandemia de intolerancia que afectaba al país, y que daba lugar a que fueran posibles historias como estas.
Todo comenzó el 9 de abril de 1.948,
cuando Jorge Eliecer Gaitán, fuerte aspirante a la presidencia por el partido liberal colombiano, salía del
edificio Agustín Nieto, en Bogotá. Según dicen diferentes versiones,
un hombre muy bien vestido se acercó a él, desenfundó su revólver y le propinó
tres tiros. Una muchedumbre se reunió junto a su cuerpo todavía con vida, y en
cuestión de minutos Gaitán fue llevado a la clínica central, donde horas más
tarde se confirmaría su muerte.
Mientras tanto en las calles de
Bogotá, una multitud corría furiosa expandiendo como un incendio el rumor de
que habían matado a Gaitán. Al responsable, Juan Roa Sierra, lo persiguieron
hasta una droguería donde un policía intentó protegerlo, pero la turba
enardecida derrumbó las puertas y lo linchó llegando al punto de desfigurarlo.
Su cuerpo fue arrastrado por la carrera séptima hasta el Palacio de San Carlos,
y allí fue dejado, semidesnudo, ensangrentado e irreconocible.
Fuente: elfichero.com |
Había casas y carros en llamas,
almacenes robados, disparos, peleas y muertes en las calles. Ese día, que desde
entonces es recordado como “El Bogotazo”, inició un periodo histórico en
Colombia llamado “La violencia”, donde los liberales, representados por el
color rojo, se rebelaron contra los conservadores, embaderados con el azul,
después de años de opresión.
Eran finales de los años cuarenta
en Bucaramanga, Santander, una ciudad que como muchas otras de Colombia, se
hizo eco del Bogotazo y de la violencia partidista que desencadenó aquel día. Mi
abuelita, Esther Navarro, tendría por aquel entonces unos cinco años. Según me
contaba ella, mi tatarabuelo José Navarro era un “cachiporro”[2]
apasionado y fiel a sus ideales, de esos que nunca salían de su casa sin su
corbata roja, y que cuando pasaban frente a una estación de policía, se
limpiaban la nariz con su pañuelo, el cual lógicamente también era rojo, en señal de reto. Ella lo
describía como un hombre aristocrático. Trabajó como maestro de obra con los
Puyana y los Sorzano, dos familias de
renombre que le tenían aprecio por su puntualidad e instinto para reconocer el
terreno.
La familia de mi abuelita vivía en
un barrio popular llamado Campo Hermoso, ubicado en una zona calurosa atravesada
por montañas, en una casa habitada por unas diez personas incluida ella, su prima Socorro, mis tatarabuelos José Navarro y su esposa Ana
Dolores. Por las noches dormían casi todos en la misma habitación. Pero había
noches, en aquella época en la que la paz era sólo un recuerdo, en las que mi
abuela y las demás niñas de la casa tenían que correr entre las sombras para
esconderse. Eran los momentos de terror cuando los “godos” iban de “cacería” buscando
a mi tatarabuelo, a quien ya le habían dicho que “si lo cogían lo mataban”.
Mi abuela se metía asustada
debajo de la cama y desde ahí veía cómo Ana Dolores dejaba semi apagadas las
lámparas de petróleo de la sala, mientras en los pasillos José Navarro corría
por su vida hasta el patio, saltaba una pared de tres metros, y caía sobre unos
matorrales que le servían de escondite. Después de esconderse, todos en las
habitaciones fingían estar dormidos.
Lo primero que veían los “godos”
al llegar a la casa, era un pequeño árbol de poinsetia de mi tatarabuelo, el
cual sin importar la época del año, siempre estaba vestido con sus hojas rojas y bien cuidadas. Al ver que nadie abría la puerta, los “godos” entraban a la
fuerza. Tenían pinta de policías y
penetraban la oscuridad con sus linterna. A mi abuela, que era ágil y pequeña,
nunca lograban encontrarla. Se conformaban con interrogar por un rato a Ana
Dolores, lo cuál era inútil, pues ella nunca decía nada, y llevarse a Socorro a
una estación de policía. La montaban en un camión grande del ejército y al otro
día la dejaban en libertad.
En los matorrales, mi tatarabuelo
se trepaba por largas horas a unos árboles de corozo, cuyas ramas puntiagudas y
afiladas le provocaban dolorosos rasguños en sus brazos y piernas, dejando
también su ropa hecha pedazos. Pero a pesar del ardor y de la sangre, se
mantenía abrazado del árbol hasta el amanecer. Era un hombre fuerte que ya
había escuchado las historias de cómo mataban a “cachiporros” como él. Daban la
orden disparar y no detener el fuego hasta que se acabaran las municiones. Luego
colgaban sus pertenencias en un sitio público para que su familia fuera a
recogerlas. Era aterrador y cruel.
Al otro día cuando volvía a casa, quien más sufría era Ana Dolores al ver a José Navarro lleno de arañazos
y raspaduras por todo el cuerpo.
-Mija,
oremos para que ésta guerra se acabe pronto- decía él mientras ella hacía
sanaciones en sus heridas.
Ésta historia se repetía una y
otra vez alrededor de todo el país pero con diferentes protagonistas, y una
prueba fehaciente de ello es Doña Delia, la dueña de la casa en donde mi
abuelita vivió parte de su adultez, después de haberse casado con mi abuelito Leonidas.
A ninguno de los dos le gustaba la política, aunque si tenían que escoger,
fingían ser liberales para que Doña Delia no se pusiera brava.
Ella había sido una mujer como
Ana Dolores, hasta que una mañana su esposo no regresó. Lo último que pudo ver
de él fue una camisa ensangrentada y llena de agujeros de bala, la que llevaba
puesta el último día que salió de la casa. Por eso ella odiaba tanto a
los conservadores. Y por esa misma razón, antes de permitir que mi abuelito
entrara por primera vez a su casa, le preguntó:
-¿Conservador
o Liberal?
A lo que mi abuelito, con su
mirada despreocupada, respondió:
-Liberal.
Pero la verdad era que a él y a
mi abuelita, la idea de tener que escoger un color que los definiera de por
vida les parecía espeluznante. A ambos les fascinaba el azul, y los azules en
ese entonces eran los “godos”, los enemigos de sus familias.
Por otra parte, Socorro vivió un
drama amoroso, que nada tiene que ver con los de las adolescentes de hoy en día.
Su amado se llamaba Ernesto y vivía a unas dos o tres cuadras de su casa. Pero a pesar de que era un buen hombre, su gran problema era que trabajaba en un cementerio en el que, según mi tatarabuelo, no le
daban trabajo a ningún “cachiporro”. No se sabe si ese rumor era cierto o falso,
pero lo que sí es un hecho, es que mi tatarabuelo nunca permitió el amor de
Socorro con Ernesto, llegando al punto de tener que encerrarla en la casa para
no dejar que se vieran.
Fuente: Vanguardia Liberal |
Un dia Socorro se escapó para
encontrarse con Ernesto después de una larga temporada encerrada. Al llegar a
su casa y ver que no estaba, le preguntó a sus vecinos si tenían noticia de él.
Y fue así como se enteró de que Ernesto se había lanzado sobre los rieles del tren, que
en aquel entonces pasaba por la ciudad. Ya se lo había dicho en sus cartas
mojadas con lágrimas, que prefería la muerte antes que seguir separado de ella,
pero Socorro nunca creyó que Ernesto pudiera llegar a cumplir sus promesas. Esa tarde lloró desesperada y el trauma de la
pérdida la hundió en una depresión que nunca logró superar.
Mi abuelita Esther me cuenta todo
esto mientras me sirve en un plato una manzana cortada en rodajas. En su mirada
puedo ver esa tranquilidad de quien observa hacia el pasado a través de una
ventana, seguro de que nada de lo que hay allí puede hacerle daño. Con seriedad y convencimiento me dice: Y todo por unos colores Javier, los políticos no deberían involucrar a los
colores con los partidos políticos. Si ellos supieran lo que verdaderamente
significan…”. Ella continúa hablándome sobre los colores y su relación con
los chacras espirituales, un tema que también la apasiona, y yo me pongo cómodo
en el sofá para escuchar otra de sus historias.
La lucha entre conservadores y
liberales que estalló el 9 de Abril de 1.948 en Colombia, con la muerte de Gaitán, duró
unos cinco años, y dejó un saldo de más de doscientos mil muertos, entre ellos
no sólo seguidores políticos, sino también niños, mujeres y hombres inocentes, y no olvidemos a los enamorados. Además durante éste periodo se generaron guerrillas
liberales que unieron sus fuerzas con las comunistas en los campos. El 13 de junio de 1.953, el General Gustavo Rojas
Pinilla logró su golpe de estado, y durante su mandato puso fin a la era de violencia,
le dio amnistías a más de cinco mil guerrilleros liberales; y años mas tarde se creó el Frente
Nacional. Lo que ordenaba que ambos, conservadores y liberales, tendrían que
turnarse cada 4 años la presidencia del país. Y los cargos de los diferentes
niveles de gobierno serían repartidos en partes iguales para los dos partidos. Quien
comenzó con éste mandato fue Alberto Lleras Camargo, un liberal.
Todo por unos colores.
Javier Adolfo Castro Márquez
[1] Godos: Expresión utilizada en Colombia
durante la época de La Violencia para referirse a los seguidores del partido
conservador.
[2] Cachiporrro:
Expresión utilizada también durante La Violencia, para referirse a quienes
seguían el partido liberal.